Comienzo tachando de amor y limpiándome los mocos donde antes me limpiaba las lágrimas donde siempre te tumbas. Estoy demasiado congestionado para percibir todavía tu olor, así que como tantas otras noches juego a imaginármelo. La práctica le da credibilidad.
Parece que aún estás ahí, boca abajo, con tus largas piernas dobladas sobre tu vaya-culazo-que-te-hace-ese-vaquero-nuevo, y tu rostro, tan sublime como siempre, bien apretado contra la almohada para que no se quede ni una gota de olor en ti. Juego a mirarte y juegas acertando en el momento justo para mirarme con tu sonrisa, con lo que sonrío y te pongo la mano en la espalda, juguetona, hasta tocarte el culo. Es sólo el principio.
Me expresas tu particular cariño en forma de reproche y me das alas para seguir, aunque siempre advirtiéndome del riesgo de no acabar.
Lo siguiente es enfadarme, para darte la espalda, porque sé, que así, sentiré tu brazo y tu pierna derecha sobre mí. Muy cerca y escuchando tus mismas palabras cada día. Trato de encontrar tu mano y cuando lo consigo la aprieto, la aprieto fuerte. Entonces, sin soltarme, trato de girarme para sentirte tan cerca pudiendo verte, pero si no te lo pido, te sueltas.
Ahora toca el olor de tu pelo en mi almohada. Ya no hace falta jugar a mirarte, mi mano se abalanza y se muere por tocarte. Tú no te mueves, cambias el rostro, cambias la voz cuando exclamas, pero no te mueves. Sonríes. Te toca enfadarte. Rápidamente te giras y es mi turno. Te abrazo y te miro desde arriba. Busco tu boca escondida y sonriente. Pero te escondes. Te quito el pelo para encontrarte, y aparece mi arma, tu débil, mi fuerte. No te mueves, te estremeces. Me dices lo de siempre y ya no te enfadas. Te giras y yo me quedo inmóvil. De cerca, frente con frente, nos miramos. Te pido que me abraces. Sonríes y me abrazas. Nos perdemos en la oscuridad de la cercanía y el tiempo pasa con pies de plomo. Eso es el tiempo. Tiempo en el que te siento. Tiempo en el que vivo. Tiempo en el que quiero vivir. Tiempo en el que te quiero.
Parece que aún estás ahí, boca abajo, con tus largas piernas dobladas sobre tu vaya-culazo-que-te-hace-ese-vaquero-nuevo, y tu rostro, tan sublime como siempre, bien apretado contra la almohada para que no se quede ni una gota de olor en ti. Juego a mirarte y juegas acertando en el momento justo para mirarme con tu sonrisa, con lo que sonrío y te pongo la mano en la espalda, juguetona, hasta tocarte el culo. Es sólo el principio.
Me expresas tu particular cariño en forma de reproche y me das alas para seguir, aunque siempre advirtiéndome del riesgo de no acabar.
Lo siguiente es enfadarme, para darte la espalda, porque sé, que así, sentiré tu brazo y tu pierna derecha sobre mí. Muy cerca y escuchando tus mismas palabras cada día. Trato de encontrar tu mano y cuando lo consigo la aprieto, la aprieto fuerte. Entonces, sin soltarme, trato de girarme para sentirte tan cerca pudiendo verte, pero si no te lo pido, te sueltas.
Ahora toca el olor de tu pelo en mi almohada. Ya no hace falta jugar a mirarte, mi mano se abalanza y se muere por tocarte. Tú no te mueves, cambias el rostro, cambias la voz cuando exclamas, pero no te mueves. Sonríes. Te toca enfadarte. Rápidamente te giras y es mi turno. Te abrazo y te miro desde arriba. Busco tu boca escondida y sonriente. Pero te escondes. Te quito el pelo para encontrarte, y aparece mi arma, tu débil, mi fuerte. No te mueves, te estremeces. Me dices lo de siempre y ya no te enfadas. Te giras y yo me quedo inmóvil. De cerca, frente con frente, nos miramos. Te pido que me abraces. Sonríes y me abrazas. Nos perdemos en la oscuridad de la cercanía y el tiempo pasa con pies de plomo. Eso es el tiempo. Tiempo en el que te siento. Tiempo en el que vivo. Tiempo en el que quiero vivir. Tiempo en el que te quiero.