lunes, 26 de octubre de 2009

Hot 'n' roll

La soltura y el cariño que nos concedía el alcohol aquella noche dio paso a un agotamiento de lo más bonito fruto de un continuo juego de risas localizadas. Todo ello desembocó en un corto y profundo sueño en el que las dos partes implicadas, después de mucho forcejear, amanecieron espalda contra espalda, en un completísimo silencio.
La soltura y el cariño que les había regalado el alcohol la noche anterior se veían rebatidos por un nerviosismo instantáneo consecuencia del brutal silencio y la ausencia de movimientos. Él buscaba una posición mejor poniendo únicamente su cabeza al otro lado, debajo de su brazo derecho, encima de la almohada... y todo ello en un preciso murmullo. Ella, carente de sueño, lo exclamo sin más consciente de no ser la única despierta, y volvió a salirse con la suya en aquello de la forma en la que había que dormir.
La soltura y el cariño que les había facilitado el alcohol la noche anterior, fue sustituido por un juego de palabras cada vez más acertadas en las que se descifraban la soltura y el cariño que aún quedaba de hacía apenas unas horas. Hacía calor y la música se escuchaba aún mejor.

domingo, 18 de octubre de 2009

con V de Velocidad

Le había vuelto a pasar. Las prisas nunca fueron buenas consejeras. Pero él, ilusionado con la rapidez desde que tardó en salir, ansiaba la velocidad en todo lo que podía. Y aquello no iba a ser menos.
El sonido de sus tacones marcaban los minutos. Una mirada tímida se encargaba de darle la luz suficiente para sacar esa bonita sonrisa. Lunares estratégicos y manos demasiado delicadas que se agarran muy fuerte y cada vez más fuerte. Su elegante altura permitía ver con perspectiva la grandeza de la situación.
Analizándolo con calma, él sólo corría con el coche. Y de momento sólo podía lo que la L verde y blanca de la parte de atrás le dejaba. Era capaz de ir despacio con lo único que podía correr. Y ella no iba a ser menos.

martes, 13 de octubre de 2009

Un café con leche, por favor

No encontraba ni el momento ni las palabras para invitarla a tomar ese primer café. Muchos creen, y él era uno de ellos, que el primer café después del primer beso después de esa noche de fiesta y alcohol, sería el más importante de todos los siguientes. Para empezar no sabía si le gustaba el café y corría el riesgo de una mala respuesta:

- No me gusta el café.

-Vamos a un bar. Puedes pedir lo que tú quieras.

La solución al primer problema era más que evidente y su sencillez le hacía estar más tranquilo. Pero había algo que le intrigaba cuando pensaba en ese primer café. La forma de saludarse antes de ese primer café es uno de esos trámites incómodos que todos pasan alguna vez, pero a pesar de ello, quería solucionarlo cuanto antes.


Cada uno en la mesa, él con su café con leche y el sobre de azúcar entero, y ella con lo que le apeteciese, “déjame que te cuente...”

domingo, 4 de octubre de 2009

Déjame que te cuente

Después de leerla una vez más, por fin se atrevió a romperla. La veía arrugada metida en la papelera cuadrada de la esquina de cualquier baño, con su bolsa de basura tres tallas mayor que la papelera, y por miedo a volver a leerla, finalmente la quemó.

Se trataba de la última carta que le había escrito. Hablaba de sus viajes, de sus ganas de verle, se sus miedos.
Esta carta se convirtió en su especie de libro de mesita de noche. Esos libros que todos tenemos (o deberíamos) en nuestra mesita de noche, para que antes de echarnos a dormir, leamos un cuento (su libro favorito era un libro de cuentos), o ese capítulo que sin saber por qué le hacía descansar mejor. Eran más de tres hojas escritas a doble cara con una letra bastante casual pero como siempre bien juntita.
Hacía más de un año que se había ido pero aquella noche fue incapaz de no leerla entera. Cuando leía sólo el principio había pasado un día de mierda. Le venía esa sensación de querer llorar y sólo le hacía falta la mitad de la primera hoja para acabar ahogando el llanto en su almohada: prometía más sinceridad, más confianza y le pedía más tiempo. Siempre quería todo el tiempo del mundo.
Los días normales, aquellos en los que te acuestas ni siquiera habiéndote masturbado, se conformaba con leer alguna palabra perfectamente localizada en las viejas hojas del tipo cariño, vida, o mi amor, para poder encender la televisión y poner cualquier cadena con el temporizador un máximo de media hora y esperar a levantarse a la mañana siguiente.
Sólo eran los días en los que caminaba por la calle contento, cantando su música sin importarle quien o quienes mirasen y pensaran lo que fuese de él, en los que leía la última parte de la carta.. Parte en la que únicamente relataba uno de sus momentos favoritos. Momento en el que jugaban. Momento en el que se conocían. Se atrevían a enfadarse para sentir el calor de la reconciliación. Momento en el que se abrazaban. Parecía una descripción de un guía de cualquier museo. El cuadro perfecto explicado parte por parte. El paisaje maestro del autor relatado con suma delicadeza. El paisaje: una cama, dos protagonistas, y muchas ganas de vivir.

Pero aquella noche era diferente. Había pasado mucho tiempo desde que esa carta se escribió. El trato que mantenían era el máximo que el tiempo pasado les permitía. Aquella noche no la cogió para buscar un revulsivo que le hiciese explotar, ni cuatro palabras que le hiciesen vivir, ni siquiera una escena que le demostrase lo que era querer. Sentía el tiempo encima como una pesada losa y aquella noche lo leyó y simplemente porque se acordó. Quería recordarla como lo que fue dejando a un lado lo que podría ser. Pasó página (tres) y vio lo valioso del tiempo. La arrugó y la tiró. Se sentía bien, pero tenía miedo de volver a leerla. Miedo de un día malo, de un día normal o un buen día. Por eso la quemó.
Tenía miedo de volver a recordarla. Miedo de volver a quererla.