miércoles, 29 de noviembre de 2017

Retrato

Son las contradicciones las que hacen buenas a las historias. Las que enganchan. Las que hacen querer seguir leyendo. 
Tengo dos formas de explicar este gran nudo:

La primera es una vuelta de 180 grados. Es darle la vuelta a la tortilla. Pero esta se cae por su propio peso, porque dar vueltas bien, pero no hay tortilla que valga sin huevos. La sartén está gastada de tanto rascar, se pega. Falta sal. ¿Quién se va a tragar esto?

La segunda es que todo transcurre en una linea recta. Estoy en A y quiero ir a B. No importa lo que hay antes, qué hay a los lados, de dónde vengo o por qué estoy en este nudo. Es no mirar más allá de tu ombligo. Y aquí coincido: porque ya no me quedo sin palabras cada vez que quiero explicar cómo es esto. Mismo hilo conductor, mismos besos, mismos ojos que no se secan por mucho que estén abiertos, mismas sábanas recordándote el domingo, mismo ritmo.
Coincido, aunque me sorprende ese nivel de vacío, de egoísmo. Empieza por la falta de respeto a los personajes que murieron hace veinte páginas y de los que te pavoneas este nuevo episodio. Continúa con el reseteo que implica los pasos firmes a estas alturas del cuento. Se argumenta con un ansia desbocada propia de un ensayo más que de una impro. Se confirma con un cariño inexistente por definición propia y hasta ahora ausente en el camino. Se afirma con un final abierto que da por hecho un próximo capítulo.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Marcapáginas

Compré un libro que me tuvo enganchado durante cuatro días sin poder pensar en otra cosa. Lo oí en un programa de radio que suelo escuchar durante los trabajos más mecánicos de mi día a día en la oficina. La locutora recomienda infinidad de títulos para los oyentes, que llaman contando sus historias y buscan un espejo donde mirarse, donde ver si están guapos, donde ver si hay alguien mirándoles desde el otro lado. El oyente no era yo pero lo podría haber sido. Con los programas de radio participativos me pasa lo mismo que con la firma de autógrafos, ya sea en cedés en conciertos o en libros en recitales o presentaciones: me da vergüenza ser participe. No llamo a la radio, no pido autógrafos, no me hago fotos con famosos.

Una búsqueda rápida en Amazon me devolvió dos opciones de compra, dos editoriales distintas. Miré el traductor de ambas y un poco de investigación de sus trabajos me hizo decidirme por la edición de bolsillo. Era pequeño, sí, pero la portada me gustaba. Azules difuminados con la tipografía en blanco. 

De las cuatro recomendaciones previas de Francis, mi locutora literaria, tres de ellas habían dado en el clavo. Aunque fueran en calidad de oyente infiltrado. Por eso leí todo: pequeña biografía del autor y el contexto de su obra, pequeñas críticas de medios reconocidos, sinopsis, prologo.

Desde la descripción del pueblo donde se crió el autor, a las líneas del primer capítulo, me enganchó todo. Estuve cuatro días con la historia central en mi cabeza tratando de anticipar por donde iría, cómo acabaría.

El momento de placer al leer la ultima hoja es de lo que hablo. Ese instante de levantar la vista del libro y pensar «buah, qué bonito». De sonreír por terminar el viaje. Por ese viaje. Pero también un vació por dejarlo a un lado. Por verlo impasible en la estantería y recordar los momentazos que me había dado. 

De que cada vez que te veo es como si leyera la última página porque ya has terminado.