miércoles, 27 de diciembre de 2017

Mimosa

Apareces en una realidad paralela en la que, según llegas a la habitación y sin saber cómo, pero pareces no sorprenderte lo más mínimo, estoy dormido en la cama en el lado más cercano a la ventana. E incluso respirando fuerte, que yo roncar no ronco. Te vas al baño con una calma que bien podrías estar de vacaciones. Abres el grifo de la bañera mientras echas pasta en el cepillo, no sin antes mojarlo, y lo vuelves a mojar, para frotar y quitar el mal (?) sabor de boca del último cigarro. No es el último.
Dejas en el bote de gel lo suficiente para la ducha de mañana, y consigues hacer tanta espuma que te impide ver el nivel de agua, sólo puedes guiarte por el ruido. —Esto lo sueles hacer bien, lo del ruido digo. 
Yo mientras sigo respirando fuerte, que roncar yo no ronco.
Al rato apareces desde baño con una toalla abrazándote como si le fuera la vida en ello, y además con ese color blanco que sólo los buenos hoteles consiguen mantener día tras día.
Me despierta el olor a gel mezclado contigo, o tu olor mezclado con el gel —nunca sé por dónde empezar—, la envidia a la toalla por sus brazos que no te sueltan o por su color blanco que no se inmuta. Pero intento recordar el sonido que hago cuando respiro fuerte, porque roncar yo no ronco, y trato de imitarlo en un intento de hacerme el dormido. Parece que funciona porque tus intentos de repetir un segundo asalto, esta vez jugando en campo propio, pues la reserva está a tu nombre, acaban por ceder a mis dotes interpretativas en el arte de la respiración fuerte. 
Me aprovecho de esta inventiva intempestiva para poner un comodín en mi mano. 
Pasan más de diez minutos cuando empiezas a imitarme de forma burlona pero somnífera. Me das el pistoletazo de salida con cada respiración acompasada, las cuales aprovecho para mirar desafiante a la toalla en busca de mi venganza. Se me ha olvidado nombrar que caíste rendida tal y como te recuerdo; desnuda.

Ahora soy yo el que empieza a abrazarte, sin nudos pero con un blanco más claro. La toalla se desgañita entre arrugas y envidias tirada en una esquina. 
Tú te desperezas entre risas y cosquillas.


Suena la alarma.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Autocrítica

Es meterse en el Cantábrico
sin ser verano
sin toalla
saltando las olas del frio
esperando que no salpiquen
como si fuera posible 
evitar las gotas heladas
y acabar eufórico
y muerto de frío.

Es acostarse un sábado
sin madrugones
sin ruidos
y en la guerra de pensamientos
que vienen antes del sueño
vuelva la idea
de que llegues de imprevisto
y acabar con tapones
y vuelta al insomnio. 

Es tomarse la última cerveza
sin haberla pedido
sin dinero
pensando que a esas alturas
con todo lo que había bebido
no notaría la diferencia
por mucho que diga ser abstemio
y es una resaca que dura
y sigue removiendo.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Rescate

Me sentí un banana boat agarrado por arriba y por abajo en aquella marejada. Se oían, digamos, las olas romper con una cadencia quirúrgica. Se quedó dormida encima mío en cuestión de minutos, segundos si contamos lo que desfigura el tiempo su presencia. 

—Yo no soy cariñosa. 

Me desperté sin alarmas ni luces ni exceso ni cura de sueño, fue el efecto instantáneo de unos ojos clavados. Protesté, digamos, por la resaca que dejaron las olas. Volvió con un zumo y sus bragas sonreían en el suelo.

—Yo hasta que no tomo café.

Me quedé atrapado entre una silla vacía y un, digamos, rayo sin trueno. Se sentó encima mío y ahí podría haber sido un Paje Real si tuviera capa y si ella fuera menos niña. «Me he portado muy bien», pensé que me diría antes de comprobar con cuidado si mi brazo era terciopelo.

—Yo soy muy despegada.

Me vi compartiendo un teatro con actores sin problemas con quedarse en blanco. Me robaba, digamos, mis frases y escenas sin más consentimiento que el que da el descaro. 


—Lo llevo todo.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Retrato

Son las contradicciones las que hacen buenas a las historias. Las que enganchan. Las que hacen querer seguir leyendo. 
Tengo dos formas de explicar este gran nudo:

La primera es una vuelta de 180 grados. Es darle la vuelta a la tortilla. Pero esta se cae por su propio peso, porque dar vueltas bien, pero no hay tortilla que valga sin huevos. La sartén está gastada de tanto rascar, se pega. Falta sal. ¿Quién se va a tragar esto?

La segunda es que todo transcurre en una linea recta. Estoy en A y quiero ir a B. No importa lo que hay antes, qué hay a los lados, de dónde vengo o por qué estoy en este nudo. Es no mirar más allá de tu ombligo. Y aquí coincido: porque ya no me quedo sin palabras cada vez que quiero explicar cómo es esto. Mismo hilo conductor, mismos besos, mismos ojos que no se secan por mucho que estén abiertos, mismas sábanas recordándote el domingo, mismo ritmo.
Coincido, aunque me sorprende ese nivel de vacío, de egoísmo. Empieza por la falta de respeto a los personajes que murieron hace veinte páginas y de los que te pavoneas este nuevo episodio. Continúa con el reseteo que implica los pasos firmes a estas alturas del cuento. Se argumenta con un ansia desbocada propia de un ensayo más que de una impro. Se confirma con un cariño inexistente por definición propia y hasta ahora ausente en el camino. Se afirma con un final abierto que da por hecho un próximo capítulo.

jueves, 9 de noviembre de 2017

Marcapáginas

Compré un libro que me tuvo enganchado durante cuatro días sin poder pensar en otra cosa. Lo oí en un programa de radio que suelo escuchar durante los trabajos más mecánicos de mi día a día en la oficina. La locutora recomienda infinidad de títulos para los oyentes, que llaman contando sus historias y buscan un espejo donde mirarse, donde ver si están guapos, donde ver si hay alguien mirándoles desde el otro lado. El oyente no era yo pero lo podría haber sido. Con los programas de radio participativos me pasa lo mismo que con la firma de autógrafos, ya sea en cedés en conciertos o en libros en recitales o presentaciones: me da vergüenza ser participe. No llamo a la radio, no pido autógrafos, no me hago fotos con famosos.

Una búsqueda rápida en Amazon me devolvió dos opciones de compra, dos editoriales distintas. Miré el traductor de ambas y un poco de investigación de sus trabajos me hizo decidirme por la edición de bolsillo. Era pequeño, sí, pero la portada me gustaba. Azules difuminados con la tipografía en blanco. 

De las cuatro recomendaciones previas de Francis, mi locutora literaria, tres de ellas habían dado en el clavo. Aunque fueran en calidad de oyente infiltrado. Por eso leí todo: pequeña biografía del autor y el contexto de su obra, pequeñas críticas de medios reconocidos, sinopsis, prologo.

Desde la descripción del pueblo donde se crió el autor, a las líneas del primer capítulo, me enganchó todo. Estuve cuatro días con la historia central en mi cabeza tratando de anticipar por donde iría, cómo acabaría.

El momento de placer al leer la ultima hoja es de lo que hablo. Ese instante de levantar la vista del libro y pensar «buah, qué bonito». De sonreír por terminar el viaje. Por ese viaje. Pero también un vació por dejarlo a un lado. Por verlo impasible en la estantería y recordar los momentazos que me había dado. 

De que cada vez que te veo es como si leyera la última página porque ya has terminado.

jueves, 26 de octubre de 2017

El año que viene

Me he vuelto a dar cuenta de la nariz tan grande (y proporcional) que tengo, y la carcajada tan sincera que te salió en cuanto lo dijiste.
Me he vuelto a acordar, esta vez por el impulso comparativo más primitivo que tenemos, de la matricula de honor que sacaba tu cara con cada examen sorpresa al que te presentabas, aunque nunca sabías nada.
Me he vuelto a acordar lo mucho que me costó subir a tu casa la primera vez, y lo mucho que mereció la pena. 
Me he vuelto a a acordar de esas manos, que jugaban el papel de un extraño disfrazado en un cuerpo experimentado que peleaban entre las ordenes de un cerebro dubitativo y un instinto otra vez primitivo. Y ganaban. 
Me he vuelto a acordar de esos segundos convertidos en placeres condenados a minutos (horas) efímeros.
Me he vuelto a acordar de ese pelo que no molestaba aunque se abalanzara como un equipo de mosquitos en mi cara.

sábado, 16 de septiembre de 2017

A cámara lenta

Era una sensación extraña. Raro era el día que no encontrara entre tanta normalidad un motivo más que suficiente para escribir una historia con un nudo que ríete tú de cualquier marinero mercante. Fueron varias las veces que encendía un cigarro en la intimidad de la noche tratando de acabar esa primera página. El título podía esperar; siempre lo encontraba a posteriori. 
No fueron menos las mañanas donde el más mínimo detalle hacía que brotase un impulso casi incontrolable de hacerte partícipe. Más de veinte libros que compartían la manía de mencionarte sin conocerte. 
Era una sensación extraña porque me faltaba una imagen. Y no por esa manía de empatizar con todo aquello que me guste, bien venga escrito, bien venga cantado, no. Tenía y encontraba motivos a diario. Esto ya lo he dicho. Faltaba una imagen que diese forma a la idea que me formaba cada noche. 

Una forma suave. Sentada. Con la elegancia que da quien cree en lo importante. Piernas dobladas que deberían redefinir los protocolos gestuales. Una mano guiando el camino de la luz que da la otra. Una mirada que no pierde detalle.
La foto se revela como por arte de magia en el momento que sin moverte, los párpados se abren y decides mirarme sin dejar de escucharme. Esa imagen.

miércoles, 2 de agosto de 2017

Si de algo me arrepiento

Escuchar esas cinco palabras de alguien a quien admiras y a quien tratas de emular en el tema que nos concierne hace que se encienda una mecha que llevaba tiempo pidiendo a gritos el olor del fósforo. La misma que prendíamos primero y corríamos después esperando que explotara.

Es Navidad la época que recuerdo con más cariño en cuanto a petardos y petardas se refiere. Ambos casos comparten la excitación de estar solos fuera de casa a altas horas de la noche, pero no nos confundamos, esta aclaración no es más que un lenguaje incluyente.

La historia se repite y por eso sigue siendo a los mayores a quien les confían el fuego y son los pequeños quienes aguardan con el mismo cosquilleo. No estamos en Navidad, aunque a veces nos falten las doce uvas para emular esos encuentros tan familiares como necesarios, y no hay forma de que a estas alturas del verano llueva lo suficiente como para mojar la pólvora.

sábado, 27 de mayo de 2017

What if

Tres horas. Sin guardias, civiles, policías ni locales. Pinchos fuera. El coche aparcado a la primera. Esperamos dentro al último acorde. Móviles apagados. Marea baja. Papel y boli. Agua, cerveza, ginebra con tónica y siete arriba. Palas. Un libro cada uno. Agua dulce afluente de una ducha. Yo prefiero pareo. Crema cada media hora. Sol agradable que no quema. Que calienta. Una norma:

Cartas sobre la mesa. Pinchos fuera. Papel y boli. Muchas ganas. Confianza. Sin miedo a las alergias. Antihistamínicos. No dejarse nada. Hablar en el agua ayuda. El agua fría espabila. El sol compensa. Tu cuerpo desempata. Piel de gallina. Media hora. Marea alta. Plena. Un buen punto de partida. No hay Cosa que más quiera.

miércoles, 24 de mayo de 2017

De nombres ni hablamos

Le había costado más de lo normal conciliar el sueño. No era para menos. Ya buceando entre los caprichos de Freud, se vio a si mismo vestido con camisa, corbata y americana, pero en vaqueros. Unas zapatillas informales daban el punto a ese look desenfadado. En vez del clásico maletín, una mochila de piel y cueros que llevaba únicamente sujeta en el perchero natural de su hombro derecho. 
Caminaba decidido entre los pasillos de un centro comercial que, por lo que vendría después, estaba enfrente del hotel en que se alojaba. Parecía un viaje de trabajo, que no de negocios. El trabajar por cuenta ajena, ya sabes. Avanzó decidido hasta la tienda del final del pasillo. No parecía tener el más mínimo interés en lo que allí vendían.
- Hola -dijo a una dependienta de la tienda mientras sonreía-. Estoy alojado en el hotel de enfrente y mañana me voy de la ciudad.
A medida que exponía su situación y sus intenciones con una educación y naturalidad asombrosas, otra dependienta se sumó con la mejor de sus sonrisas a la conversación.
- ¿A qué hora termináis de trabajar? - Preguntó a las dos esta vez. 

Dos minutos después estaba saliendo por la puerta del centro comercial sabiendo que al final de su jornada laboral estas dos chicas pasarían por su habitación de hotel. Una era rubia y la otra morena, compartían rasgos eslavos sin saber precisar el origen. Polacas quizás. Danesas tal vez. Finlandesas pueden ser. ¿Qué más da? Compartían también la magnificencia de su reacción ante tal proposición. Magníficas. Tendrían, ¿qué tendrían? 24 años como mucho. De nombres ni hablaron. 

Rozaban las nueve de la noche cuando picaron a su puerta. No sabían el número de habitación ni el nombre de quien allí se alojaba, pero bingo. Las tres sonrisas cargadas de erotismo confluyeron tras la luz tenue que entraba del pasillo al abrirles la puerta. Una de ellas, la morena, colgó el cartel de no molestar. 

Miró en su móvil el número de vagón, y suplicó a quien suplica un ateo que no fuera el asiento número 10. No reconocía el hotel, ni la ciudad, pero sabía que el asiento número 10 del Ave tenía enfrente otro asiento sin reposapiés, ni mesa, y viendo la cara del viajero espejo. Asiento 02, ventana. El tren arrancó y como colofón al viaje de trabajo, que no de placer, sonó la alarma. 06.15 de la mañana. Y a los cinco minutos, la segunda. Empezaba el viernes. 

Se despertó. No estaba excitado. Miró su móvil: nada. Se levantó triste, raro en sí, raro después de aquello.